Antes de presentar a nuestros dos invitados, detengámonos por un instante en una secuencia de La extraña pareja (1967), el célebre film de Gene Saks. De espaldas a cámara, perpetuamente apesadumbrado por su ruptura familiar, Jack Lemmon dice a un rijoso Walter Matthau: “We are what we are” (Somos como somos). Una máxima aparentemente conformista que, por otro lado, implica aceptar el choque entre distintos o incluso animar ese diálogo enriquecedor que surge entre personas que no se someten fácilmente a la concordia, que no se rinden necesariamente a esa convención.
Montxo Armendáriz nace en un pueblecito de Navarra el mismo año en que Arthur Miller estrena Muerte de un viajante mientras que José Ovejero comparte la misma edad del cineasta hongkonés Wong Kar-wai y ve por primera vez la luz en Madrid. Cineasta el primero, escritor el segundo, parece a priori que el desarrollo de su oficio sea tan dispar como la dimensión y espesor de sus cabellos.
Pero… como señala el escritor Sergio del Molino en Vida y ficción, el documental que José Ovejero codirige con Edurne Portela: ¿Existe una especie de aire común, de música común que también suena de fondo en la vida y obra de Armendáriz?
Las primeras imágenes de cualquier film de Montxo Armendáriz expresan una inquietud: ¿cómo sonaba el mundo antes de que lo habitáramos? A una hora silenciosa, el cineasta navarro emprende sus relatos con planos de un monte, una ciudad, un océano… Para él es muy importante mostrar el marco antes que los diversos dramas humanos que cobija.
La escritura de José Ovejero explora el orden inverso. Como tantísimos films de Alfred Hitchcock parte del detalle al plano general, del individuo al mapa humano, y a partir de éste va tejiendo la geografía de diversos lugares. En su literatura suele llegar la voz antes que el cuerpo. Todo brota a partir de una idea o la reflexión de un personaje para culminar en el instante en que una puerta se cierra, unos ojos se entornan o alguien emite una frase lapidaria. En su escritura caudalosa se adivina una línea coherente, ese ímpetu por introducirnos en un paisaje humano complejo para nada nubla su interés porque no nos perdamos.
Montxo Armendáriz cultiva, sin embargo, un gusto por la narración cíclica. Hay una necesidad férrea en su cine de volver en el tramo final al punto de partida, que nuestra mirada retome ese espacio inmanente, esa naturaleza ajena al grito y al dolor y sea consciente de que apenas sufre el paso del tiempo. Incluso en su última obra, No tengas miedo (2010), se da ese eterno retorno al arrancar y culminar con un fundido en negro. Porque en este relato tan doloroso e íntimo poco papel puede desempeñar el paisaje cuando no sirve como refugio, ni siquiera la imagen puede tener protagonismo cuando funciona mejor por defecto. Lo importante en este film acontece fuera de cuadro, bordeando un horror cuya visión nos haría cómplices. De este modo, sin mostrarlo, sondea mejor un drama que no admite más empatía que el de otras víctimas. Basta que lo sintamos en los márgenes de la imagen para entender que es una tragedia que no admite más consuelo que la sugestión, la hipnosis, el silencio, la pantalla en negro.
Cuando parecía que no, surgen las rimas entre el escritor y cineasta. No es difícil relacionar los héroes de Los ángeles feroces (2015) o Insurrección (20129) con los jóvenes de Historias del Kronen (1995). Comparten todos un interés por el motín, la postura radical, la deriva, cualquier cosa menos aceptar un mundo injusto, sometido muchas veces por sus propias leyes.
Historias del Kronen (1995)
A mediados de los 40, que es cuando transcurre Silencio roto (2001), el personaje que interpreta Rubén Ochandiano es obligado por un policía a beberse en un bar una botella entera de aceite de ricino, una purga que Armendáriz alterna con varios planos de los presentes para alivio nuestro y del actor. En Historias del Kronen una sesión de tortura grabada se muestra cuando sabemos que ha provocado la muerte, un vídeo snuff que circula ante nuestros ojos sin apenas interrupciones. Hay una diferencia notable entre conjugar la gramática audiovisual y apostar por una imagen tosca, pero más allá de su impacto, algo las une. Aplicando lo que José Ovejero escribe a propósito del cine gore en su ensayo La ética de la crueldad, 2012 (pág. 39): en ambas “nos asomamos al horror pero con la seguridad de que no nos perseguirá en nuestras vidas”. Siempre nos sentimos a salvo una vez ha concluido, por muy transgresora que sea la obra.
Pero... ¿Hay un límite? Como arte milenario e individual que es, parece que no lo haya en el caso de la escritura, que el escritor maneje más libertad que un cineasta. Sin embargo, se sabe que la libertad es peligrosa para cualquier arte, lo estimulante que resulta trabajar a partir de unos límites. En plena crisis del COVID, cuando todos nos vimos desbordados o limitados, Montxo Armendáriz planificaba su próxima película: Kanada, adaptación de una novela de Juan Gómez Bárcena sobre un superviviente de Auschwitz. Mientras Ovejero, confinado en el campo, decide tomar notas con su cámara. Recordemos la célebre proposición con la que Wittgenstein sellaba su Tractatus logico-philosophicus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. A lo que podríamos añadir: “Sí, de acuerdo, pero siempre podemos intentar expresarlo en imágenes”. El resultado, No tengo palabras, es un hermoso corto de 9 minutos que se detiene en la fauna y el paisaje, relegando los cuerpos, el suyo y el de Edurne, su pareja, que aparecen seccionados o desenfocados. Entre ejercicios, tareas y escritura ritual, Ovejero también se interesa por recoger los sonidos perdidos del mundo justo en ese instante en que parece deshabitado.
Una de tantas cuestiones que une a nuestros dos invitados, previo a nuestro encuentro con el cineasta y el escritor que tendrá lugar el próximo jueves, 18 de noviembre, a las 19:00 h en la Fundación Cañada Blanch.
Daniel Gascó
Crítico de cine y director del videoclub Stromboli en Valencia.