Como editora, una de las preguntas que me hago en el proceso de decidir si publicar o no un libro es si es pertinente a nuestro tiempo. Esto no significa si es actual o si fácilmente puede captar la atención de los lectores, la prensa y los libreros. La pertinencia, en el caso de los libros que selecciono, nos es una cuestión de mayorías. La pregunta es si el libro tiene algo que decirnos hoy, no cuántos van a estar interesados en escucharlo. Apunto aquí que gran parte de los títulos del catálogo pertenecen al siglo pasado, por lo que es razonable preguntarse por su vigencia. Existen libros excelentes que envejecen mal, bien porque la materia ha sido superada, bien porque su estilo ampuloso entorpece la recepción del contenido. Éstos son los que descarto, a veces con nostalgia de que ya no tengamos paciencia para ciertas lecturas.
¿Por qué las humanidades?
Desde hace cuatro años enseño literatura a estudiantes de empresariales. En realidad, más que enseñarles literatura trato de mostrarles qué es lo que la literatura puede aportar a su formación de futuros empresarios, financieros o ejecutivos. Ahora que los departamentos de humanidades están en sus horas más bajas, parece haber una campaña para ponerlas de moda en las escuelas de negocios. A los que enseñamos estas asignaturas –ninguna de ellas troncal u obligatoria– se nos pide que contribuyamos a difundir la importancia de las artes liberales; en realidad, que ayudemos a convencer a los estudiantes de la utilidad de estas materias. Te enseñan a pensar, a entender el mundo y a aprender de los demás. Promueven el auto conocimiento, el pensamiento crítico, la escucha y la expresión. Amplían nuestro mapa de la realidad. Ya no suele citarse el cultivo del alma entre las bondades de las humanidades, y no sé cuántos aún defenderían que su estudio hace mejores a las personas.
Los argumentos que se usan para promover las humanidades son ciertos y falsos al mismo tiempo: en una clase de filosofía pueden aprenderse todas estas cosas o ninguna. Por otra parte, no faltan ejemplos de individuos con poca o nula exposición a las artes liberales que superan en humanidad y entendimiento incluso a los especialistas en estas nobles artes. No parece, por tanto, que las humanidades sean garantía de nada.
Empecé a impartir las clases con el pleno convencimiento de que aportaban algo valioso al plan de estudio. La respuesta de los alumnos en clase –no todos, porque un porcentaje siempre está poco interesado o ausente– y en sus evaluaciones –la satisfacción del cliente, al menos en los centros privados, es primordial– me lo han confirmado a lo largo de estos cuatro años. Sigo haciéndolo con la misma dedicación y con el mismo interés en que los estudiantes extraigan algo que les resulte valioso de la lectura y la discusión de los textos. Pero es cierto que me interrogo más y más sobre la utilidad de la materia. ¿Leer y hacerse preguntas sobre aquello que se ha leído añade algún valor a la recepción pasiva de información? Yo sigo pensando que sí. Sigo pensando que sentarse en una habitación con otros seres humanos y escuchar lo que unos y otros tienen que decir es un aspecto importante de la educación. Como valiosas son las aptitudes que están en juego. Leer implica concentrarse; responder a una pregunta implica reflexionar; escuchar implica estar atento; expresar los propios puntos de vista y contrastarlos con los de los demás es parte esencial del proceso de aprendizaje.
Últimamente me viene a la mente el trabajo del arqueólogo: unir los fragmentos de un pasado remoto para entender de dónde venimos. Es a lo que me recuerda mi labor en clase. Entre obras literarias cuyo valor está fuera de cuestión –Conrad, Fitzgerald, Nabokov, no me corresponde a mí innovar el canon– busco aquellas que puedan tener algo que decir a los estudiantes hoy; obras que inviten a reflexionar sobre el presente y a establecer correspondencias con un pasado en el que tal vez pueden hallarse algunas pistas de nuestra procedencia, de aquello que damos por hecho o, al contrario, que hemos descartado.
Una de las preguntas que se hace a los alumnos en la encuesta es si el instructor ha sabido relacionar la materia con la actualidad. La respuesta no puede ser la misma si se trata de una asignatura sobre las prácticas de buena gobernanza en cuestiones medioambientales que si se trata de un seminario sobre las lecciones de liderazgo que podemos extraer de las tragedias de Shakespeare. El planteamiento de ambas puede ser igualmente atractivo, pero las conexiones con la actualidad de la primera serán necesariamente más evidentes, puesto que la gobernanza y el medioambiente están en el centro mismo de la actualidad.
¿Es razón para desechar a Shakespeare? Mis recientes dudas respecto al sentido de seguir insistiendo en la importancia de las humanidades desembocan en esta pregunta, y tienen su origen en la que se les hace a los alumnos: ¿crees que esta asignatura sirve para algo hoy? Quizás haya que reformular la pregunta de otra manera o no hacerla o prescindir de las respuestas. Si de las encuestas de satisfacción depende que se siga leyendo a Shakespeare en las aulas, Shakespeare tiene los días contados. Puede que no sea una buena idea articular el plan de estudios en base a las preferencias de los estudiantes. Pero es igualmente cierto que debemos seguir interrogándonos sobre el porqué de leer a Shakespeare, a Montaigne, a Proust o a Kafka. Si queremos que las humanidades sigan vivas hay que mantener viva su razón de ser y esto pasa por repensar su sentido –su utilidad– en nuestro tiempo. Las humanidades en sí mismas no te enseñan a pensar, ni te hace ser mejor persona el mero hecho de estar expuesto a ellas. Puede que así sea, pero no necesariamente sucede. Sin embargo hay una cosa que sí ofrecen, a todos, desde el primer momento, y es la posibilidad de elegir en qué se piensa.
En la Grecia del siglo 4 a.C., que sigue siendo un modelo de buenos principios de gobierno hasta la fecha, la habilidad más respetada era la retórica, la capacidad de expresarse (bien) en público. Dicha actividad estaba reservada a los hombres libres; ni las mujeres ni los esclavos tenían derecho a una educación, menos aún a dar una opinión. Desde la abolición de la esclavitud y desde que las mujeres gozan de plenos derechos, esta segregación ya no se aplica a los mismos grupos, pero puede que siga siendo relevante si distinguimos entre aquellos que han recibido el beneficio de una educación que va más allá del aprendizaje de un oficio y los que no.
Hoy, en las democracias occidentales, todo el mundo puede expresar su opinión, con el resultado de que todo el mundo puede decir cualquier cosa y que casi nada de lo que se dice importa mucho. ¿En este marco, nos da el conocimiento de la filosofía, la historia o la literatura alguna ventaja? ¿Quizás una biblioteca, una memoria a partir de la cual seleccionar? Quizás los hombres libres del siglo XXI sean aquellos que aún pueden elegir en qué piensan y hacerlo por si mismos.
Si contara los potenciales compradores de mis libros antes de decidir publicarlos el catálogo no tendría más de cuatro o cinco. Pero aunque el volumen no sea un factor determinante, debo seguir preguntándome por la vigencia de los que elijo. La selección es el fruto la biblioteca que me proporcionaron las humanidades; sus destinatarios, los lectores que no cuento de antemano pero que están. Las humanidades ilustran uno de los mayores bienes de la libertad: la confianza de que ofrecer lo mejor que uno tiene nunca es en vano. Siempre habrá alguien que sabrá sacarle provecho.