Afortunadamente viajar ha dejado de ser privilegio de unos pocos para convertirse en pasatiempo de una gran mayoría. Sin embargo, el viaje ha perdido gran parte del encanto que tenía en épocas pasadas, como durante el Grand tour o los viajes románticos del siglo XIX. Pero más allá de eso, viajar se ha confundido con hacer turismo, y son dos cosas diferentes.
Cuando viajar era un arte, así reza el título del libro del italiano Attilio Brilli para referirse a los apasionantes viajes del siglo XVIII. Un arte que se ha ido perdiendo en el siglo XXI, cuando el narcisismo, o selfismo, se ha globalizado, y los turistas se creen el centro del mundo tapando las obras de arte que aparecen como telones de fondo; por ello, es necesario reivindicar la naturaleza misma del viaje y del viajero. Un viajero es un auténtico cosmopolita, que ansia la diferencia, la diversidad, y que explora nuevos horizontes. El cosmopolita quiere saber. Por el contrario, el turista o provinciano global quiere acumular, moviéndose siempre en zonas de confort, sin arriesgarse, sin perderse.
E aquí uno de los elementos distintivos que enlazan al viajero moderno con aquellos intrépidos aventureros del Grand tour o del Romanticismo, la capacidad de perderse, de abrir nuevas rutas, de ampliar horizontes. El turismo de masas que ha convertido a algunas ciudades en auténticos parques de atracción ha hecho del viajero clásico una especie casi en extinción. A diferencia del turista, el cosmopolita sale ya viajado de casa, con lecturas sobre los lugares que va a visitar, y siempre dejando espacio a la improvisación. Una palabra desconocida para el turista, guiado por GPS, instagramers, o noticias sueltas de la más diversa naturaleza que ha leído por Internet y que luego guiarán a su palo selfi como si de una brujula se tratara. El cosmopolita pasea, estimula su capacidad de sorpresa, contempla pausadamente cada rincón; el turista vuela, pues hay que verlo todo y grabarlo todo, para luego no recordar nada ¡Qué extraña paradoja! viajar para grabar en la memoria de un móvil y no en la retina.
Nadie como el agudo observador Georges Perec para definir el viaje del cosmopolita, aquel que lleva a “descubrir lo que no se había visto, lo que no se esperaba, lo que no se imaginaba. (…) No es ni lo grandioso, ni lo impresionante”. Un lujo en los tiempos que corren donde los viajes se plantean casi como jornadas laborales, donde no se abre nunca la puerta a lo desconocido. Y es que la planificación excesiva rompe la magia de la aventura; viajar es perderse, y eso es ganar.
Por ello reivindico el perderse al viajar, el errar, el vagabundear; salir del Gran Canal, de los Campos Eliseos, de la Quinta Avenida, de Piccadilly Circus, del Coliseo, para contemplar la verdadera esencia de cada lugar. Desviarse de una calle principal, ir en sentido contrario al gentío, buscar las sombras, todo ello nos deparará experiencias positivas y, a buen seguro, gratas sorpresas que nunca olvidaremos. Encontrar rincones con encanto, establecimientos con sabor, arquitecturas fascinantes, gentes variopintas, o restaurantes auténticos, nos llevarán irremediablemente a perdernos por el llamado camino de las flores, aquel que decía Diderot nos llevará a los placeres mundanos. Piérdanse.