Había viajado hasta Murcia para presentar el poemario Educación de una cortesana, de Ani Galván. La noche anterior cené con ella y con amigos comunes. Fue una cena íntima. Yo hablé poco, comí menos, tal vez bebí demasiado. Todavía era reciente mi separación y el fantasma de mi ex, una niebla imposible de disipar con el logos, rodeaba mis palabras y sentía que hablar era tan solo sumar más neblina a la neblina. Estaba agotada y sin embargo sabía que no me sería fácil conciliar el sueño, así que le pedí a Ani si tenía un ansiolítico, un somnífero, algo, cualquier cosa que me ayudara a descansar. Me acompañaron al hotel y cuando estuve en mi habitación me tragué el diazepam con un sorbo de la cerveza que encontré en la nevera del cuarto. Me desperté temprano con un agujero en el estómago y una urgente necesidad de tomar café, así que aun con la cabeza embotada [o a causa de ella] decidí bajar al bar del hotel, pedir dos cafés americanos y un pedazo de bizcocho, regresar a mi habitación y desayunar allí con la tele encendida. Pulsé el botón del ascensor y las puertas se abrieron; para mi sorpresa, dentro había una niña sentada en un carrito: susurraba una canción de cara a la pared y su voz era serena. Pensé en bajar con ella y dar aviso a recepción. Pero la niña no se había enterado de mi presencia y decidí abandonarla, no sin antes desplazar el carrito hacia el pasillo para trabar las puertas del ascensor e impedir que se cerraran: me daba miedo la idea de que muriera ahogada por falta de oxígeno o que se descubriera de repente sola y desamparada, porque sentir desamparo modifica para siempre la percepción de las cosas. Ya la encontrarán, me dije y parece tan feliz… Después, tomé las escaleras e inicié mi descenso. Cuando llegué a la planta inmediatamente inferior, la calma de la mañana se había roto: los padres desconsolados estaban aporreando el metal del ascensor y lloraban y gritaban: mi hija, mi hija está atrapada dentro. ¿Qué hice yo? Nada. Sabía que su hija estaba bien, que, ajena a la preocupación de los padres, canturreaba canciones y quizás los esperaba, tranquila y ensimismada. La indiferencia perfecta de aquella niña tan sola me provocó una piedad imposible de explicar o quizás quise ser cruel y traicionar un poco mi civilidad de mujer responsable y educada. Un modesto ejercicio de deserción social.
Seguí descendiendo. Cuando llegué al bar, los padres ya habían recuperado a la hija. Hice mi pedido a la camarera. Fui a pagar, y entonces me di cuenta de que no llevaba encima la llave de mi habitación; me cruzó el recuerdo de la tarjeta insertada en la cajita que activa el sistema eléctrico. Fui a recepción y les expliqué. Me pidieron el número de habitación. Yo no estaba segura y di una cifra al azar. No sé por qué no dije que no recordaba, que, por favor, confirmaran. Lo extraño es que me proporcionaron, sin comprobar mis datos, la llave de la 318. Dejé mi desayuno en el suelo y abrí la puerta: sobre una cama doble había una niña dormida. Ni ruidos, ni movimiento. No había padres, ni luces prendidas. Solo la superficie intensa e inabarcable de una niña abandonada a su sueño. Me pareció que ese cuerpo tendido sobre el colchón [sus cabellos derramados como una ofrenda de flores o tal vez como serpientes huyendo del paraíso, reptando hacia tierra ignota] era la viva imagen de mi impulso de escapar de los teatros del mundo, de los barrotes de casa, de la vida cotidiana. Pensé que aquella niña en su sueño inaccesible era yo en estampida con el ímpetu ardoroso de una manada de lobas. Aquel cuerpo extendía, en soberano silencio, todos los cuerpos, mi cuerpo, que sienten o han sentido que necesitan perderse en un espacio infinito y desconocido, en un olvido perfecto y aterrador.