Coda

Rosario Villajos
19/09/2024

Te sigue una chica en las redes. Es la que se acuesta con el mismo que tú. También pertenece al mundillo. Te paras a ver su cuenta, sus publicaciones. En uno de sus vídeos tiene delante un teclado, aunque no hay más que fijarse un poco para darse cuenta de que está programado, de que no sabe tocar con las dos manos. Pero sí sabe cantar, y controla muy bien su timbre de soprano al interpretar las melodías con un tono grácil, casi infantil. Además, es hermosa, pero se diría que vigila esa belleza con el mismo rigor que su voz, haciéndola más discreta. Por sus fotos, te da la impresión de que no sabe que es bonita, o quizá sí lo sabe pero le avergüenza serlo y añadirlo a su currículum, porque está segura de que tiene talento y de que eso podría restarle credibilidad. Pero en lo que más te fijas es en su juventud. Veintitantos años menos que él, unos quince menos que tú. Es tan joven que aún piensa que será joven toda la vida, no hay ni un amago en esas fotos de preocupación por una nueva arruga, por la caída del cabello, por la caída de todo en general. Apenas tiene seguidores en Instagram, los tendrá en TikTok o en cualquier plataforma donde esté la gente de su edad, y deben de ser muchos, porque en la información del perfil hay un enlace a la discográfica que la ha fichado, y es tan buena que pronto tendrá quien le lleve todas las redes sociales.

 

Miras el resto de sus fotos con atención: de fiesta, de resaca; en ese y aquel sarao; con nosequién en tal festival, con Fulano a la guitarra, con Mengano a la batería; de viaje con amigas en un país extranjero; de invierno, en verano; de largo, en bikini. Te percatas, mejor dicho, te cercioras de que no sale en ninguna foto con él. Tú tampoco apareces con él en foto alguna, está casado, o lo estaba hasta hace nada, no recuerdas cuánto tiempo ha pasado desde que no le preguntas, así que ya no estás segura de su estado civil. Tampoco salís juntos en ninguna foto de grupo con más gente, bueno, quizá en alguna, pero nunca una al lado del otro, ni siquiera parece que os caigáis bien, ni que seáis amigos o conocidos —¿sois algo más?— y no se puede decir que no haya surgido la ocasión, pero él nunca lo ha propuesto —¿lo tiene que proponer él o es que en el fondo crees que esto no durará mucho más y no quieres sentirte ridícula cuando todo haya acabado quitando una por una las fotos en las que pudierais mostraros cogiditos de la mano? No quieres que parezca que estás marcando territorio porque en realidad no tenéis nada serio. No sabes lo que tienes con él porque nunca has sacado el tema, si acaso, has anticipado la respuesta, pues en un primer momento dabas por hecho que él no quería construir nada contigo, pero ni contigo ni con nadie, porque se suponía que se acababa de divorciar o que estaba pasando ese duelo. Qué sabrás tú. Nada más conoceros, se desahogaba hablándote de su mujer, de su relación tormentosa de doce años, de sus idas y venidas, de la frecuencia con la se habían reconciliado para acabar diciendo Esta vez lo hemos dejado de verdad. Después desaparecía durante unas semanas, pero no pasaba ni un mes sin que volviera a llamarte, volcando en ti su frustración marital, repitiendo lo mismo. Después del primer año durmiendo juntos añadió a la consigna que por fin era algo definitivo.

 

—Pero solo porque ella lo ha querido —aclaró—, por mí podríamos haber seguido así eternamente.

 

Entendiste que esas palabras eran un muro, el material con el que estaban hechas sus condiciones, aunque eso no te impidió trepar y asomarte a él de vez en cuando. No habían tenido hijos —menos mal—, aunque él dice que le gustaría tener algún día. Algún día. Lo dice siempre así: al aire, en abstracto, sin mirarte a los ojos ni contar con la persona que tiene delante, quizá cree que no estás interesada o, peor aún, que eres demasiado vieja para eso. Él, en cambio, debe pensar que tiene la misma edad que la joven con la que se acuesta, y eso que todo el mundo dice que aparenta más años de los que gasta. Lleva mucho en esto, aunque no le gusta que nadie le recuerde cuánto tiempo hace que se subió por primera vez a un escenario. Con quien continúa casado, desde luego, es con la noche y la gente habla y sabe que está bastante cascado. Tal vez seas tú, después de todo, quien no quiere que la vean con él.

 

—¿Te gustan los gatos? —te dijo la primera vez que te invitó a saltar el muro.

 

—No mucho, la verdad.

 

—Qué pena.

 

—¿Por qué?

 

—Porque tengo gatos en casa.

 

Te preguntas qué le habrá dicho a ella para seducirla, si es que ha hecho falta decirle algo, si habrá usado las mismas palabras, si le gustan los gatos.

 

Cuando te quieres dar cuenta llevas más de una hora mirando las fotos de la chica. No la sigues, pero desde que ella te sigue a ti, te has aprendido su apellido y hasta cada gesto diferente con el que posa. Parece más orgullosa de su cuerpo que de su cara. Casi todos sus primeros planos están algo borrosos. Vaya, tiene pecas. Ese debe ser su complejo, su tema de interés, su TFM, su tesis doctoral, el motivo de búsqueda en internet más recurrente desde que dejó el colegio para aprender a lidiar con ellas, qué crema las atenúa, qué maquillaje ayuda a disimularlas un poco. En tu caso son los párpados caídos. Cuando eras más joven pensabas que te daban un toque exótico, esquimal; sin embargo ahora, cada vez que miras las fotos que te hacen para alguna entrevista, ves tus ojos como dos prepucios con pestañas. Has pensado en operarlos mil veces, pero no te decides. Te da vergüenza que se note que te preocupas por la edad, te gustaría encontrar un motivo de salud —un cáncer en los globos oculares— para llevar a cabo el cambio sin que nadie te juzgue. Da igual, seguirías juzgándote tú misma.

 

Vuelves a la chica, a esa lluvia fascinante de meteoritos que cubre su piel, y es tan blanca, que el pelo cobrizo teñido le queda mejor que su castaño natural. Tú eres más bien cetrina. Ella está muy delgada y se nota que hace deporte. Tú no sabes ni lo que es eso. También es muy flexible. En una foto sale sentada en el suelo con las piernas estiradas, una a cada lado, casi formando un ángulo de ciento ochenta grados. No soportas su languidez de artista triste y melancólica. Tampoco estás obsesionada con la chica, claro, solo has sentido curiosidad porque comentó una de tus fotos de Instagram después de darle a me gusta. El comentario era un corazón redundante. Aunque no era el corazón típico sino el del emoji de la baraja de cartas, uno que es de un rojo más oscuro y plano. ¿Estaréis jugando a algo? Parece que tiene los ojos del mismo color marrón claro que las pecas. En este momento sientes que nada estuvo jamás tan en armonía en el firmamento como el rostro de esa criatura.

 

Miras de nuevo tu foto, la que la chica ha comentado. Es una que colgaste hace más de dos semanas, de cuando la fiesta de fin de rodaje de una peli para la que has hecho la banda sonora. Él también estaba invitado porque conseguiste que metieran un tema suyo del último disco con unos arreglos tuyos. Al director, un chico de treinta años, no le gustaba en un principio, creía que no era un músico con suficiente gancho. Tú te obcecaste y le dijiste que no era el caso, que simplemente no estaba en su radar por un tema generacional. Le explicaste que le aportaría cierta elegancia y gravedad, además de ampliar el margen de edad de sus espectadores. Sabías que el director tenía razón y que si acaso ocurriría lo contrario, que él reavivaría un poco su carrera, porque empieza a parecer un costra sin ideas. También querías ayudarle porque corre el rumor de que su discográfica va a rescindir su contrato el próximo año pero, sobre todo —reconócelo—, querías tenerle cerca.

 

En la foto de fin de rodaje apareces sentada en la mesa del restaurante que habían reservado solo para el equipo. No estás mirando a la cámara, (ni siquiera sabías que te estaban sacando una foto), tienes los codos apoyados en la mesa y la barbilla sobre tus manos con los dedos entrelazados. Un gesto muy tuyo que aparece cuando te retraes o aparentas escuchar una conversación y que, en realidad, significa que hace más de una hora que te gustaría estar en tu casa. A veces, cuando te miras al espejo y ves cómo el tiempo se te ha echado encima, piensas en la cantidad de horas que le has robado a tu vida íntima por el bien de tu vida social, como si practicar esta última prometiera un callo que te ayudase a estar a gusto con la gente algún día. Sabes que no eres la única a la que le pasa esto y que en esos eventos sociales hay drogas y alcohol por una razón. Un día deberíamos reconocer de una puta vez lo insoportables que nos resultamos los unos a los otros cuando no estamos anestesiados. No hay más que fijarse un poco en tu expresión, en cómo tus párpados, tus asquerosos párpados, empiezan a derrumbarse mostrando la mitad de cada ojo, como queriendo desenfocar todo lo que tienes delante. Sobre la mesa se puede ver también que tu copa está casi vacía, mala señal. No hay ningún crédito de la foto y el único texto que se te ocurrió para acompañarla fue un inocuo Fin de fiesta. La sacó él y te la mandó al día siguiente por email, cuando llegó a su casa después de haber pasado por la tuya.

 

Tienes más fotos de la última semana: eventos, alguna nota de prensa internacional sobre tu trabajo y hasta un premio por una banda sonora que compusiste para un Western que aún está en los cines, pero a la chica solo le ha interesado esa foto. Sabe que la tomó él. Es su forma de decirte Sé que existes en su vida. Habría bastado con el like, pero por si acaso se perdía entre los otros mil doscientos, ha comentado con ese corazón. No necesitas responder, nunca respondes a gente a la que no sigues.

 

Sabe que existes del mismo modo que tú sabes de su presencia. Saber demasiado forma parte del paquete con el que vienen algunos hombres, esos que no pueden evitar hablarte de otras mujeres cuando están contigo. Hace tiempo esto te molestaba, no soportabas saber nada de su vida fuera de vuestra relación, si es que a eso se le puede llamar relación, pero ahora estás en otra fase, una tan apática que contribuye a que entres al trapo. No es la primera vez que se encapricha de alguien, y tienes de sobra comprobado que siempre vuelve. Siempre. Por eso dejas que te cuente lo que él quiera, incluso los detalles más tontos, como el color de sus ojos, el número de sus pecas, qué talla de pie calza porque quiere regalarle unas botas que ha visto y ha pensando que son perfectas para ella. Hasta te las enseña. ¿Qué te parecen? No están mal, le repondes con una leve capa de entusiasmo que de tanto fingirlo se ha vuelto real, y así es como lo que tú consideras un intento de tortura por su parte se transforma en algo diferente, porque lo único que nota es que no solo no te importa si está enamorado de otra, sino que no te importa que no esté enamorado de ti.

 

Los primeros días tras acostarse con ella le habrá contado que tiene una amiga especial o que tiene una mejor amiga o una amiga muy antigua, algo así. Después, que alguna vez se acostó contigo, haciendo todo lo posible para que el interés por saber de ti parezca haber surgido de la chica. Más tarde, que en una fiesta o alguna borrachera acabasteis follando, una tontería insignificante, ya que apenas se acuerda de cómo pasó y, por último, cuando la cosa se ponga seria, es decir, cuando ella dé muestras de querer una relación normal, tal vez formalizada mediante una aparición en público juntos, él pondrá el foco en otro lugar: le dirá que eres una persona importante en su vida, que todavía siente algo por ti. Eso en el mejor de los casos, porque puede que le haya dicho que estás muy enganchada a él, que no quiere hacerte daño, que siente lástima y a la vez cariño hacia ti, que necesita primero hablar contigo y aclarar las cosas porque eres una amiga muy especial para él. Pero que por ella siente algo más fuerte, claro.

 

Os conocéis desde hace más de siete años. Empezasteis a acostaros hace seis y medio, cuando aún estaba casado. Lo hicisteis por última vez hace dos semanas, después de aquel fin de rodaje. En estos momentos la chica ya debe estar convencida de que está enamorada y de que lo necesita, sin embargo, es él quien requiere atención, aunque solo sea para construir el futuro drama que le permitirá seguir viviendo. No es que la quiera realmente, te dices, tan solo necesita que alguien lo desee, y ahora ha prendido la llama contándole a la chica que tiene competencia, que él es un hombre apetecible (a pesar de su edad), y su forma de hacerlo ha sido usándote a ti: una mujer adulta y madura (aunque bastante más joven que él), con una carrera establecida y reconocida fama internacional, por la que sigue sintiendo algo. Le habrá dicho que eres buena en la cama y muy buena en lo tuyo, aunque él luego no valore demasiado lo que haces, sabe que están de moda las mujeres y piensa que estás aprovechando el tirón del mismo modo que cientos de hombres mediocres han vivido de la música durante siglos. Aun así, has tenido que reinventar y custodiar tu imagen hasta el absurdo, un atajo para hacerte visible y seguir en el candelero. Llevas una década sin cortarte el pelo, te llega por las rodillas, tampoco te tiñes porque quieres dar la imagen de que no necesitas sentirte joven, y tu cabello negro y esos dos mechones grises te dan un aspecto de artista excéntrica con mucha personalidad de la que no para de hablarse (bien o mal). No se prestaba tanta atención a la persona y no a la música que hace desde Wendy Carlos. Si la gente supiera lo incómodo que te resulta lavarte el cabello, lo mucho que se te cae, la cantidad de veces que te lo pillas con la puerta de casa, del taxi, entre las teclas del piano. Él te pregunta a veces por qué no te lo cortas. Qué simpático. Como si él se quitara las gafas de sol alguna vez.

 

Esta mañana muy temprano la chica ha colgado una foto con las botas rojas de cowboy. Botas nuevas, ha puesto, y debajo, mucho espacio más abajo, Gracias por el regalo, A. Ahora él se llama A punto. Te estás follando a A punto. Te has metido en la boca la polla de A punto. Te has sentado en la cara de A punto. Aparte de las botas, la chica solo lleva en la foto unas bragas y una camiseta tres tallas más grande con la cara de Divine. Está preciosa pero A punto no verá esta foto hasta pasado el mediodía, cuando despierte y baje al bar a desayunar un café y un pincho de tortilla. Nunca tiene nada en la nevera excepto comida para gatos, eso lo has comprobado las tres veces que te has quedado a dormir en su apartamento. Las otras ciento cuarenta y siete, vino él a tu casa. Las tienes marcadas en el calendario, como intentando encontrar una lógica a su soledad. (También a la tuya). Su excusa es que ese sitio es temporal, no tiene apenas muebles, ni lámparas adornando las bombillas peladas que salen del techo, porque dice que no le gusta y no quiere ponerse cómodo, pero lleva ahí metido seis años y medio. (En ti y en el apartamento). También hace seis años y medio colgaste en Instagram una foto con un abrigo y nada más que el abrigo, pero ahora te abochorna acordarte.

 

La chica ha publicado las fechas de su gira nacional. Va a estar dos semanas fuera, eso significa que a él lo tendrás pronto de vuelta, lo sabes porque ha estado allanando el terreno. La semana pasada, por ejemplo, te mandó un archivo con unos temas nuevos para que los escucharas y le dieras tu opinión, y esta semana te ha vuelto a escribir porque aún no le has dicho nada. Todo está preparado para que le contestes que hay cosas que se pueden arreglar pero que es más fácil si los escucháis juntos. Este es vuestro lenguaje y vuestra forma de quedar para follar tan antinatural, aunque tú luego le contarás a la única amiga que sabe de este esperpento que todo es mucho más aleatorio y misterioso, en definitiva, que supura romanticismo.

 

Ha quedado en pasarse por tu casa la tarde del martes de la semana que viene. La chica llevará para entonces seis días fuera. Tiempo más que suficiente para sentirse abandonado. Pero ese martes te escribe y pospone el encuentro de un día para otro varias veces y al final se planta en tu casa el sábado, cuando quedan solo dos días para que la chica vuelva. Lo notas tenso. No importa, tienes whisky suficiente para avituallar a toda Escocia. Haces el paripé de haber escuchado antes los temas mientras los buscas en tu bandeja de entrada porque nunca descargaste el archivo, pero él te dice que te acaba de mandar un correo con uno nuevo, que empecéis por ese. Mientras lo abres te cuenta que tiene expectativas, que puede ser un buen single y quiere enseñárselo a una agente de la misma discográfica que lleva a la chica. No sabes qué cara poner, así que te sientas al piano para tocar por encima algún arreglo que se te ocurra sobre la marcha que podría ayudar a mejorar la melodía y hacerla más atractiva, como siempre que te pide consejo, pero esta vez apenas tocas nada. Empiezas a sudar porque sabes de dónde procede su inspiración y ese estilo inédito, cercano a su melancolía habitual, pero más fresco, más joven. Retiras las manos del piano y terminas de escucharlo con la mirada desafiando la suya. Ahora también os estáis comunicando. Te gustaría usar la telepatía para preguntarle a qué ha venido.

 

—¿A qué has venido? —le dices guardando la botella que acababas de sacar.

 

Quieres ponerte dura, parecerle una persona difícil, pero solo consigues que salga tu yo más cansado. Le pides que se marche, quedáis en veros otro día y en la puerta del ascensor os dáis dos besos tan castos que parece que os acabaseis de conocer.

 

La chica ha vuelto y ha colgado diez fotos de la gira. Pierdes toda la mañana mirándolas. Sabes que te estás martirizando. Buscas la foto en la que tiene puestas las botas rojas y le das a me gusta. Lo quitas. Lo pones de nuevo. Lo vuelves a quitar. Quieres mandarle un mensaje privado pero te contienes como no se contuvo la mujer de A punto contigo hace cinco años y medio. Te acuerdas de lo que te dijo y de lo ridícula y patética que te pareció entonces. Estás rabiosa, escuchas la canción una y otra vez buscando algo en la letra que te diga qué hacer, pero es tan bonita que acabas llorando de pura emoción. Creas un post: Cierro mi cuenta por un tiempo para centrarme en nuevos proyectos. Volveré pronto :), pero aún esperas unas horas antes de desactivarla porque quieres leer los comentarios de la gente que te sigue. Ahora mismo necesitas afecto, aunque sea reconcentrado. Esperas un día entero más para ver si la chica te da un like, si comenta algo. Nada. Por fin desactivas la cuenta.

 

Coda

 

Estás produciendo una banda sonora con una violonchelista japonesa, queréis hacer algo similar a lo que en su día hicieron Jacques Morelenbaum y Ryuichi Sakamoto, solo os faltaría una voz como la de Paula Morelenbaum, suave, delicada. Entonces te acuerdas de la chica, pero no de la persona, sino de su forma de cantar, de su música. Wendy Carlos estaría orgullosa de ti. Después recuerdas que no has vuelto a ver al hombre desde aquella vez que vino a tu casa, hace casi un año. No sabes apenas nada de él porque nadie te habla de él, nadie te relaciona con él, solo el director de aquella película, que te culpa de haberlo convertido en su mayor fan. Ha sido una ruptura fácil, al menos, la parte de dar explicaciones a todo el mundo no ha sido necesaria. Por si acaso y para que no se presentase ante ti cuando se hartara de la chica, bloqueaste su número. Te preguntas si seguirá con ella.

 

Esa noche reactivas tu cuenta de Instagram. Cuelgas una foto con la violonchelista y la etiquetas porque es mucho más famosa que tú. Algunos seguidores te dan la bienvenida. Piensas que estaría bien escribirle a la chica para hablarle del proyecto con la japonesa y preguntarle si querría subirse al carro, pero primero quieres averiguar si sigue con él. Vas directa a su perfil y miras sus últimas publicaciones. Hay una foto de hace una semana en la que salen juntos. Ella aparece con una barriga enorme, él con sus gafas de sol. Van cogidos de la mano.

Más información: El terror que no viene de fuera