Las historias de mi familia siempre fueron anecdotarios turbios. Aguas densas. Un poquito de fango que era mejor no pisar para no mancharse el borde del vestidito blanco de la infancia falsamente pura. Las historias de mi familia se contaban a media voz, como han de contarse los secretos y cruzarse los charcos oscuros. En los costurones de las historias un día me di cuenta de que era muchas veces más importante lo que no se contaba que lo que sí. Lo que se insinuaba que lo que se gritaba, el desgarrón que ponía silencio en la boca no fuera a ser que se derramara la verdad hacia afuera, en puro diluvio negro.
A mis diez años yo era una cazadora de historias y una preguntona profesional.
¿Cuántas pastillas se tomó el tío Arturo antes de morirse?
¿Es verdad que al velorio del bisabuelo fueron las dos esposas sin saber que era dos y no una?
¿Se puede parir tanto y parir tanto y querer a todos los hijos igual?
El día que escribas la novela de esta familia, decía siempre mi madre, casi parecía una maldición o una amenaza, vas a escribir la novela de tu vida.
He escuchado esa maldición —o esa amenaza, ya ni sé—, desde entonces y hasta el día de hoy, y aún no escribo la novela de mi familia.
No me decido.
Dudo que alguna vez vaya a escribirla.
Lo ha hecho mi abuela por mí, y creo que ha sido justicia poética. La misma abuela que hacía los cuentos de la generación desaparecida de sus padres y sus abuelos, y que borroneaba las historias de sus hermanos, y que establecía los juicios morales sobre todos, se soltó la mordaza de la boca. La enfermedad se la quitó y la enfermedad la hizo libre de contar con el desparpajo de los viejos que ya no creen en medias verdades, ni en madres, ni en papá tirano, ni en la vergüenza del marido Yo creo, sencillo es, que este coctel molotov de sus historias es la belleza del dique desbordado y de las aguas negras que se han convertido en material incendiario.
El día que mi abuela abrió la boca se hizo una revolución. Una revolución de las historias. Mi abuela abrió la boca como si fuera la primera vez en toda su vida, como si nunca hubiera pronunciado una palabra antes de aquel gesto. En ella, todo, es ahora primera vez. Todo es nuevo. Habla por primera vez. Duerme y come por primera vez. Grita por primera vez. Así, como las cosas finitas, como las cosas poco perdurables, en el espacio intermedio entre la verdad y la ficción, mi abuela teje, sin la mordaza de la vergüenza, esas historias que ya no sabemos si son reales, o si son reales a medias, o si incluso nos ha inventado a todos (desde el primero de sus abuelos hasta llegar a mí). ¿Quién sabe? Quizás todos no somos más que el ejercicio ficcional de su liberación, unas criaturas pequeñitas que ha creado para hacerse compañía.
Mi abuela a veces dice que estuvo mucho tiempo callada. Lo dice así: callada como sinónimo de muerta. Estuvo mucho tiempo muerta, dice, pero ahora está viva. Lo dice así: viva como sinónimo de gritar. Nos amenaza en ocasiones: se la llevarán por la puerta, con los pies por delante, sí, algún día o a lo mejor mañana mismo, pero las palabras se quedarán con nosotras. Las palabras liberadas. El dique roto de las palabras, dentro de la casa y encima de nuestros pies.