El nido

Silvia Hidalgo
31/10/2024

Su marido había alquilado una casa para las vacaciones, aislada de todas las demás. Serán unas vacaciones maravillosas, le dijo él y ella le creyó porque nunca le mentía. Le abrió la puerta del coche para que bajara. Siempre tan gentil. ¿Habéis viajado bien?, le preguntó en plural y le tocó la barriga, porque ya no era ella solamente, ahora compartía existencia. Ella asintió por los dos y se dirigió a la casa, pero cuando pasó junto a la piscina una pequeña mancha en el agua le llamó la atención. Rodeó el borde y se agachó para ver de qué se trataba. Hay un pájaro muerto en el agua, dijo. Él acudió apresurado: No lo toques. Cuánto lo siento, les advertí por teléfono que quería que todo fuera perfecto; se habrá caído del nido, no es más que un pajarillo.

 

Ella tenía la mirada clavada en aquel cuerpo minúsculo y después la desvió hacia las ramas que sobrevolaban su cabeza. Tú sube a la habitación, insistió él, cámbiate y yo me ocupo.

 

Ella obedeció. Llegó a la habitación, olía a cerrado o a orina seca de algún huésped anterior que viajó con niños. Se tiró sobre el edredón, no parecía que el olor viniera de allí, pero la idea ya había dejado un surco mayor en su cabeza. Se miró panza arriba, por primera vez tenía conciencia del cambio que estaba sufriendo, su vientre ya hinchado le impedía ver su pubis, y en comparación, ahora sus extremidades le parecían ridículamente delgadas. Pobre Gregorio Samsa, pensó, así debió sentirse aquella mañana infame.

 

Tampoco ahora su cuerpo era el suyo, ni siquiera le pertenecía, se había convertido en un objeto de debate público sobre el que todo el mundo parecía tener una opinión. Su ginecólogo estaba contento con que hubiera perdido peso las primeras semanas, ya lo recuperaría; sus amigas la envidiaban, todavía tenía cintura; y solo su marido andaba preocupado y la hacía comer a todas horas.

 

Se incorporó torpemente y abrió el balcón de par en par. Respiró hondo, pensó que eso se hace en las casas junto al mar, respirar hondo ese aire que no es tuyo, que solo alquilas. Guardar copias difusas de las imágenes que se han grabado mil veces en los ojos legítimos de sus dueños.

 

Él apareció por detrás, sutil, casi sigiloso, y la abrazó por la cintura. Ella lo besó, buscando su lengua y su deseo, pero encontró unos labios cerrados en una sonrisa paternal. ¿Sería la casa para sus dueños tan suya como antes de que la ocuparan otros? ¿La seguían sintiendo su hogar cuando regresaban?

 

Pero no había tiempo para el amor, la comida esperaba caliente sobre la mesa del jardín. Ella miró hacia la copa del árbol. ¿Y si cae otro pájaro? ¿Y si lo hace sobre mí? Él se rio, ¿desde cuándo les tienes miedo?

 

Decidida, tomó el recogehojas de la piscina, lo extendió hacia arriba y zarandeó las ramas que alcanzó. Los pájaros desconsiderados siguieron trinando. ¿Qué querían? ¿A quién llamaban? ¿A su madre? ¿Acaso tenían hambre? ¿Qué descuido hizo que aquel cayera del nido? No lo soportaba y decidió volver a la habitación. No sin comer, insistió él. Así que, educada, cogió el plato y lo llevó consigo, pero nada más llegar a la cocina fue a tirar la comida a la basura. En el fondo del cubo descansaba rígido el pajarito aun mojado. En un acto de ternura ella quiso rescatarlo y no fue hasta tenerlo en la mano que vio espantada como el cuerpo estaba siendo devorado por gusanos y larvas desde el interior.

 

Subió a la habitación llenó la bañera. Metió la cabeza bajo el agua y escuchó su propio latido. Pensó si sería posible oír el otro latidito vertiginoso que había dentro de ella. Nada. En su lugar sus oídos se llenaron del piar que se colaba por las ventanas, por las paredes, a través del agua; graznidos débiles como gritos ahogados. Sacó la cabeza agua y al abrir los ojos descubrió algo en la superficie, era una larva que aún se retorcía luchando por sobrevivir, ¿sería posible que se le quedara enganchada de la basura?

 

Salió inmediatamente de la bañera y observó su cuerpo, ese otro cuerpo, en el espejo; los ojos más oscuros, la nariz más larga, la espalda curvada y en su barriga, otra larva. Se quedó paralizada mirando el reflejo, sin atreverse si quiera a bajar la mirada a su vientre. El espejo se fue desempañando, mostrándole con mayor nitidez cómo del ombligo asomaba lo que parecía un gusano. Primero una cabecita oscura y redonda, luego centímetros de una masa viscosa que terminó por salir y caer al suelo ensangrentado.

 

¿Estás bien?, preguntó él tras la puerta. Sin darle mayor importancia, ella pisó la lombriz y la tiró por el lavabo. Después abrió. Debía contarle, pero estaba tan ilusionado, ahora que ya no esperaban ser tan felices, la oportunidad lo llamaba él. Y, sin embargo, el pajarillo y, sin embargo, las larvas.

 

Solo se atrevió a pedirle que se marcharan de aquella casa. Ni hablar, ella necesitaba reposo, ya había escuchado al ginecólogo y a la matrona. Además, debía aprovechar y nadar un rato, sin cansarse.

 

Obediente, ella bajó a la piscina, pero ya era tarde y los pájaros volvían. Oyó el gorjeo pequeño de bienvenida desde la copa, también escuchaba un gorjeo desde su propio vientre. Y sin apenas darse cuenta estaba de nuevo sentada frente a la cena. Debía comer, aunque fuera sin ganas, masticar bien, hacer que la carne llegara trituradita a través del ombligo como a un piquito abierto.

 

De madrugada, sintió cómo le era imposible cerrar los párpados, si es que seguía teniendo, se miró las piernas, más delgadas que nunca, tanto que parecían más largas y huesudas y observó cómo en su barriga aparecían y desaparecían bultos picudos que le estiraban la carne. Se levantó y persiguió el ruido que la atormentaba, el murmullo. Todo iba demasiado deprisa, solo habían pasado unas semanas, quizás todavía estaba a tiempo de pararlo todo, de no acabar como el pobre Gregorio.

 

Ya no había vuelta atrás, vio correr a su marido hacia ella, lo vio entre las llamas. El árbol había ardido tan fácil que su acto ni siquiera le pareció grave, solo un juego, casi un accidente. Por fin el nido en el suelo, los polluelos calcinados con la boca abierta, el murmullo había cesado.

 

Las llamas lo despertaron, ¿has sido tú? ¿Estás loca? El árbol ardiendo, ella con un pajarillo muerto en las manos. Solo quería que parara, repetía, solo eso.

Más información: El terror que no viene de fuera